¡AY, CARMELA!
Por: RAFAEL J. CARBALLOSA BATISTA (c)
Foto: JAIME PRENDES MONTES (c)
Obra: HOMO NEW
"... los ojos de los mambises
dormidos bajo la yerba."
"Es mala, muy mala. No la lleve", dijo de modo enfático a mi
amiga el vendedor del Video Centro. Me asombró que un comerciante opinara de un
modo tan negativo sobre el producto que vendía y busqué instintivamente la
película a la que se refería. Se trataba de "Conducta" el filme
cubano del realizador Ernesto Daranas, protagonizado por Alina Rodríguez y el
niño Armando Valdés Freyre.
Aproximadamente un año atrás, yo había visto esta conmovedora historia que
narra las relaciones de una maestra habanera con sus estudiantes en la dura
sociedad cubana de comienzos del tercer milenio. "Llévala. Esa película
tiene alma", dije sin pensarlo a mi amiga.
Poco más tarde, mientras revisitaba "Conducta", intentaba
explicarme esa mezcla de dolor, orgullo y furia que me hizo persuadir a aquella
novia de Bolívar acerca de la recomendación del vendedor de copias de cine.
¿Fue la mía una reacción intelectual ante criterios invasivos que
jerarquizan el entretenimiento de consumo rápido sobre propuestas artísticas de
mayor rigor y profundidad ética y humanista? ¿O sucedió que de repente algo de
chovinismo tropical me arrastró, en cuestión de segundos, a defender eso que
consideraba entrañablemente mío?
Creo que ambas cosas se mezclaron. Mi condición de poeta civil, político,
me hace volverme una y otra vez sobre temas como la trivialización de la
cultura, el pragmatismo de las relaciones humanas y el diálogo
individuo-instituciones-poder; sobre ese empeño de fuerzas poderosas por
convertir al mundo en una pantalla de video juegos o en una gran marcha de
seres hiperconvencidos de poseer una verdad homogénea e incuestionable.
Pero no se me escapa que en un nivel emocional rescaté intempestivamente mi
identificación con el grupo o nación al que pertenezco, desde que en febrero de
1975 mi madre me echara a la luz y al desencanto. De modo intuitivo, aquella
mañana en el Video Centro, ante la recomendación del vendedor a mi amiga, algo
se sacudió violentamente en mí y emociones encontradas me recorrieron en unos
segundos.
Lejos de casa, Cuba me enviaba su mensaje para que no olvidara los trillos
de mi existencia, sin permitirme la calma de buscar argumentos para justificar
mi amor por ella. El olor del elemental jarro de leche que mi madre hervía en
la madrugada a la vez que planchaba impecablemente el uniforme de sus hijos;
las lágrimas de la maestra Delma de la Rosa Vallejo cuando no encontraba
herramientas pedagógicas que nos hicieran entender algún problema de
matemáticas; la virgen mulata en el cuarto de la abuela; los ojos verdes de
Alina, el primer amor ingenuo. Todo volvía de golpe y sin objeción.
En la distancia, una película de cine me recordaba que no era un fragmento
a la deriva; que la hondura de mis raíces no se oponía a mi hambre de conocer
mundo; que, acaso fatalmente, era cubano y todo el dolor y todos los sueños de
mi gente linda me daban gravidez para enfrentar los caprichos con que el viento
de la historia arrastra a los hombres y a las hojas secas.
A punto de terminarse el filme, el azar concurrente del que hablara Lezama
Lima, hizo que a mi móvil entrara un mensaje. Desde el oriente cubano, la tía
Julia celebraba la cercanía de la fecha del rencuentro con la familia, al mismo
tiempo que rogaba que pronto ella también pudiera reunirse con su hijo y sus
nietos que viven hace ya varios años en Miami.
No quise que mis manías de cabalista perturbaran la emoción de mi amiga que
para ese entonces empapaba su pañuelo, conmovida por la firmeza de Carmela y el
desamparo del Chala.
Sentí la humedad en mi rostro y supe que
también, silenciosamente, un niño lloraba asomado a mis ojos.