La Isla, la actual Isla de la Juventud, fue “descubierta” el 13 de junio de 1494, cuando el Almirante de la Mar Océana, Don Cristóbal Colón, realizaba su segundo viaje a las nuevas tierras que comenzaban a despertar la codicia española. Disímiles nombres ha tenido desde entonces a la fecha, hasta este junio de 2010, cuando la Isla sufre las consecuencias de la modernización y algún que otro desarraigo físico, porque el espíritu de quienes se van siempre se queda o regresa al poco tiempo. Isla la nuestra, verdadera y cierta, separada de la Isla mayor por un mar casi siempre tranquilo y el aquello que sentimos muchos de ser “una isla dentro de otra isla”, búsqueda de una entidad y una cultura “propias” dentro de ese abanico amplio ¬-a veces extremo– de lo cubano, ajiaco singular que se matiza en esta parte con lo anglo caribeño.
Colón entonces no podía imaginar, imposible hacerlo entonces, que un viaje de España a las “nuevas” tierras en este siglo 21, sólo nos consume unas horas, y que de Cuba a La Evangelista no más de 35 minutos en avión y cerca de tres horas en confortables embarcaciones, en las cuales no hay que almacenar agua, carnes saladas ni galletas envejecidas por el mar y el tiempo. Colón no podía imaginar, imposible hacerlo, que en estos días de junio se agiliza el soterrado eléctrico y telefónico de Nueva Gerona, en un bulevar hermoso que demorará algún tiempo en terminarse, pero que nuestro, como la Isla, perdurará para siempre, o, al menos, mientras nos duré el tiempo para defender la ínsula y ese, el tiempo, será eterno. Lo creo.
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